Emma contó hasta diez, aguantando la
respiración para poder oír los movimientos de Quinlan mientras caminaba por el
pasillo. Una puerta a la distancia se abrió y se cerró, y entonces hubo
silencio. Cuando estuvo segura de que se había ido, tomó el archivo que tenía
su nombre.
Lo abrió—e inmediatamente lo dejó
caer. El archivo se cayó sobre la mesa frente a ella, abierto. Afirmada con un
clip, había al interior una foto de un esqueleto.
La garganta de Emma se secó. Sabía
que probablemente habría fotos post-mortem en el archivo, pero no se había detenido
a imaginar cómo lucirían. No podía tragar su saliva; su tonga se sentía como
una lija al interior de su boca. Pero tomó aire y enderezó sus hombros. ¿Y si había
pistas que la policía no había sabido buscar? Tenía que ver esas fotos.
Los agujeros de los ojos vacíos en
el cuerpo miraban derecho al cielo. Hojas de colores brillantes lo cubrían
parcialmente, en colores rojo, dorado, y café. Restos de piel aún se mantenían
pegados a los huesos, y su largo cabello estaba extendido por detrás, seco y
desteñido a rojo por el sol y la exposición. La terrible sonrisa del cráneo
daba un extraño contraste con la
sudadera rosada aun cerrada alrededor
del torso del cadáver.
Miré la foto, sin poder quitar los
ojos de encima a lo poco que quedaba del cuerpo que había dejado. Mirando al
cráneo, pude trazar el recuerdo de mis propias facciones—allí estaban mis
mejillas altas, mi mentón delgado. Pero no sentía mucha conexión con los
cuerpos de la foto. Ya no tenían nada que ver conmigo. De forma extraña, el
cuerpo de Emma se sentía más mío que el mío propio.
Había otras fotos afirmadas con un
clip tras la primera, captando el cuerpo desde distintos ángulos. Lucía como
que Sutton había usado shorts de algodón amarillo la noche en que fue al cañón.
Tomas de cerca revelaban huesos fracturado, y una mostraba un agujero abrupto
cerca de la coronilla del cráneo.
Mientras más veía las fotos, más
extraña se sentía Emma. Había sabido por meses que su hermana estaba muerta.
Entre el asesino asfixiándola en la cocina de Charlotte, y dejando caer una luz
del teatro junto a ella en el auditorio de la escuela, y lo más reciente, lo
que le pasó a Nisha, no había espacio realmente para dudarlo. Pero aun así, aun así, había una pequeña parte de ella
con esperanzas de que Sutton volvería a la ciudad algún día, riéndose del éxito
de su mejor broma del Juego de las Mentiras. Pero al mirar las fotos del
cuerpo, no había sitio para esperanzas ni fantasías.
Esto era lo que le ocurrió a su
hermana. Esto era todo lo que quedaba de ella.
Por supuesto, todos pensaban que
este era el cuerpo de Emma. No había nada para diferenciarlas—ni siquiera el
ADN en sus huesos. Mirar el cuerpo muerto de Sutton era como mirar fotos de ella misma muerta.
Un seco espasmo la azotó, y empezó a
juntarse bilis en su boca. Fue al bajo basurero de metal y escupió en él,
deseando desesperadamente haberle pedido un vaso de agua a Quinlan antes de que
se fuera.
Volvió a la mesa y se sentó de
nuevo, temblando levemente, luchando para suprimir sus nauseas. Al otro lado de
la carpeta había un montón de formularios y reportes, ordenados y corcheteados.
Tomó el bosquejo de una reconstrucción facial que mostraba las facciones de una
mujer joven, desde el frente y luego desde el perfil. Era casi más tenebroso
que los restos reales—había algo asombroso en ver su propia cara, dibujada por alguien
que ella nunca había visto, pero que había construido la imagen a partir de los
huesos de su hermana. Todos los detalles estaban bien. El artista había captado
las facciones perfectamente, pero había algo raro en los ojos y labios. Claro,
esas serían las partes más difíciles de imaginar con sólo un esqueleto como
guía.
Luego recogió un diagrama de la
escena del crimen, bosquejada desde distintos ángulos, que mostraban tanto la
distancia desde el cuerpo hasta el camino como el sitio donde los investigadores
pensaron que era de donde había caído, bien arriba. Su respiración se detuvo
cuando reconoció el área del mapa: Sutton se había caído desde un precipicio
muy cercano al lugar donde las chicas habían hecho su sesión espiritista falsa
hace solo unas semanas.
Recordó la débil voz que escuchó en
su cabeza esa noche, tan familiar en su oído. Le había dicho que corra. Sonaba
como si viniera de muy, muy lejos. Pero quizás había venido de más cerca de lo
que creía.
Había venido de mí.
Finalmente, el reporte del coronel.
El examinador médico había enumerado las lesiones de Sutton, y la lista era
larga. En una página había bosquejado las ubicaciones de las heridas y
fracturas en un perfil esquemático de su cuerpo.
La
víctima tiene más de una docena de moretones distintos y trece laceraciones en
sus extremidades y torso. La tibia de la víctima y tres costillas están
fracturadas, y el hombro izquierdo está dislocado. La víctima también sufrió de
una profunda fractura craneal directamente sobre su ojo derecho, causando hematomas subdurales y una masiva hemorragia.
Emma se mordió con fuerza el
interior de su boca, su sangre se sentía salada y metálica en su lengua. Su
hermana había muerto con mucho dolor, y una nota lateral mencionaba que parecía
que algún tipo de animales salvajes habían “perturbado” el cuerpo. Emma no
quería pensar en eso. Volteó la página.
Estas
heridas son todas consistentes con una caída accidental.
Las palabras la congelaron en su
asiento. ¿Caída accidental?
Yo también me congelé. ¿Pensaban que
fue un accidente? ¿Cómo era posible? Busqué frenéticamente en mi memoria para
conjurar la última imagen que tenía de esa noche en el cañón. Una vez más,
sentí la mano de Garrett en mi hombro, su voz en mi oído. Me insistí en darme
vuelta, mirarlo a la cara y averiguar qué me había hecho—pero el recuerdo se
puso negro. Todo lo que pude conseguir fue esa enfermante sensación de vértigo
que tuve la primera vez que Quinlan anunció que me había caído. Garrett debe haberme
empujado por la orilla—pero tenía que haber una pista, alguna indicación de que
lo había hecho a propósito. Lo que me había ocurrido—lo que desde entonces les había
pasado a Emma y a Nisha—no había sido ningún accidente.
La cabeza de Emma daba vueltas como
loca. Era tal como la muerte de Nisha, había sido cubierta y hecha lucir como
accidental.
Luego, al final del reporte, dos
líneas en negrita llamaron su atención.
CAUSA DE MUERTE: CONTUSIÓN CEREBRAL
CAUSADA POR TRAUMA OCASIONADO POR UN OBJETO SIN FILO.
FORMA DE MUERTE: SIN DETERMINAR.
Parpadeó. Sin determinar. Así que quizás no estaban muy seguros de que haya
sido una caída “accidental” después de todo.
Siguió revisando la carpeta. Un
montón de tomas de un granulado video de vigilancia estaban corcheteadas junto
a unos emails impresos que venían del centro de visitas del Cañón Sabino,
dirigidos a Quinlan. Estamos dispuestos a
ayudar de cualquier forma que podamos, había escrito el emisor. La cámara toma una foto cada hora en punto.
La instalamos hace tres años luego de una avalancha de vandalismo en el
estacionamiento—no está configurada para monitorear actividad en los senderos.
Emma rápidamente pasó su dedo índice por las fechas en las fotos hasta que
encontró las que habían sido tomadas la noche del treinta y uno. Sus ojos
buscaron algún auto familiar, alguna persona conocida. Cualquier pista que no
hubiera pillado antes.
Por las fotos parecía que no había
habido casi nadie en el cañón esa noche, y no reconoció ninguno de los autos.
El Volvo de Sutton no estaba a la vista. Quizás el asesino ya lo había robado
para cuando la foto fue tomada, o quizás ella y Thayer se habían estacionado en
algún lugar más apartado.
Foto tras foto, hora tras hora, el
estacionamiento se vaciaba. En un punto había dos nuevos autos—autos que ella
conocía. El SUV del Sr. Mercer y el malgastado Buick café de Becky. Eso debe
haber sido cuando Sutton se encontró con su padre y luego, no mucho después de
eso, con Becky. Una hora más tarde los autos se habían ido. Quizás el asesino había
caminado desde algún sitio, o lo había dejado un taxi, tal como Emma hizo al
día siguiente.
Volteó la página, y sentí un shock
eléctrico a través de mi ser. Allí, a media noche, bajo la luz amarilla de un
poste de la calle, había un familiar Audi plateado. A penas podía ver el
sticker en el parachoques. ¿QUÉ ES DE LA VIDA SIN GOLES? La letra O en GOLES
era reemplazada por un balón de fútbol.
Yo conocía ese auto. Conocía la
oscura mancha con forma de riñón en el asiento del copiloto donde yo había
botado una taza de café. Conocía la cursi manta como de oveja en el asiento
trasero, en donde había apoyado mis pies y moví un dedo, llamando al conductor
para que se acerque por un beso. Conocía la abolladura que había dejado en la
puerta del conductor una noche cuando le dije que había bebido demasiado,
cuando me negué a pasarle las llaves. Incluso ahora podía ver su pierna,
musculosa por el fútbol, volando hacia la puerta, arrugando la fibra de vidrio
con su talón.
Era el auto de Garrett. Y ahora eso
no era todo lo que podía ver. Sentí el recuerdo avecinarse antes de llevarme.
Se acumuló como una resaca, y me succionó bien, bien, bien abajo—de vuelta
hasta los últimos momentos de mi vida.
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